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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

El fin del romanticismo liberal

“Ninguna sociedad puede ser próspera y feliz si la mayor parte de sus miembros son pobres y miserables”

Adam Smith, La riqueza de las naciones

                   Si cierto es que desde el siglo XVIII la ideología orgánica o desperdigada ha marcado la vida de los pueblos, no menos lo es que el siglo XX es considerado el siglo de la ideología.

                   En términos de naciones formadas en función de la misma, sobresale el marxismo-leninismo con la creación de un estado y consecuentemente de una sociedad a partir de un constructo intelectual cerrado, que funcionó, durante varias décadas, como un catecismo que no permitió ser refrescado por el pragmatismo de los hechos.

                   La caída estrepitosa del colectivismo, producto de una doctrina casi incompatible que la esencia humana, tanto que debió tener a sus nacionales encerrados con muros materiales y legales, determinó el fin de la era bipolar, con la instalación casi universal del sistema económico capitalista. Ello no impidió que en el mismo subsistieran las dictaduras, especialmente en China y más acá en Rusia.

                   El liberalismo, entretanto, aun constituyendo una ideología abierta a los aportes de la modernidad, no se instaló en puridad casi en ningún lugar del mundo salvo algunos atisbos, de los cuales algunos se dieron en nuestro país en los tiempos del proceso militar argentino limitados a la economía, y en la gestión del presidente Menem. Paradigmático es el caso del Chile de Pinochet.

                   El pensamiento liberal clásico se fundamenta en tres grandes ideas:

*Los seres humanos tienen derechos individuales inviolables, tres de los cuales son su base: vida, libertad y propiedad privada.

*La autoridad del Estado debe surgir del consentimiento de las personas libres y no interferir en la esfera privada de los ciudadanos.

*El poder debe ser ejercido de acuerdo a las leyes, lo que se denomina Estado de Derecho.

                   Los “tanques de pensamiento” fueron ocupados por las huestes liberales, que se dispusieron a dar, más que la política, la batalla cultural. Es así  que reforzaron no sólo su teoría en términos del liberalismo tradicional, sino que corrieron el arco a la derecha, constituyendo un plexo de propuestas cercanas al populismo, como las de Murray Rothbard, en su manifiesto “Populismo de derecha: una estrategia para el paleolibertarismo”, del que Javier Milei es su más ferviente adherente.

                   Con estas nuevas armas doctrinarias, los ahora llamados libertarios se propusieron llegar al poder, con un catecismo que combina menos libertad con más autoritarismo. Es lo que se llama “la nueva derecha”.

                   Lejos quedó Adam Smith, el padre de la economía liberal, con el funcionamiento autonómico de la sociedad a través de la economía de mercado, que, con su teoría de la “mano invisible”, iría poniendo las cosas en su lugar. El estado, por supuesto, en su mínima expresión.

                   Adam Smith no fue un desalmado economista desentendido de la suerte de las personas. En su obra “Teoría de los sentimientos morales” (1759), coincidió con “Hobbes en que la primera tendencia del ser humano es la del amor a sí mismo, pero resalta la necesidad de controlar y dominar el egoísmo para posibilitar la vida en comunidad” (La Neoizquierda, Jorge Eduardo Simonetti, 2019).

                   Sigo diciendo en el libro mencionado que Smith “desarrolla lo que denomina el proceso de simpatía (en el sentido de empatía), a través del cual el sujeto es capaz de ponerse en el lugar del otro por la necesidad de buscar la aprobación ajena, aun cuando no obtenga beneficio para sí mismo” (ob.cit.).

                   Contrastar la teoría con la realidad, o hacer ciencia aplicada, a veces puede resultar frustrante, porque pone blanco sobre negro los presupuestos intelectuales contra su aplicación empírica.

                   Para mucha gente, el credo liberal resulta casi desconocido, está enmarcado sin embargo en un halo de romanticismo: la libertad, la no intromisión del estado en la vida de las personas, la vida digna garantizada por el simple funcionamiento del mercado, la vigencia del ordenamiento jurídico como bien protegido.

                   Para suerte o desgracia del liberalismo, ganó Milei. Hay que decirlo, no ganó el liberalismo tradicional, sino el liberalismo recargado con concepciones más autoritarias y fascistas.

                   La Argentina está siendo un campo de experimentación del proyecto libertario de Javier Milei, una tesis que propone un ajuste extraordinario en las cuentas públicas, dejando en segundo plano su impacto sobre las personas. Éstas, viven con la promesa del sacrificio del presente para una mejor vida en el futuro.

                   Obviamente que todos los argentinos de bien estamos cruzando los dedos para que la aventura libertaria tenga éxito, pero cierto es también que decaemos en nuestra fe cuando todavía no divisamos el comienzo de la recuperación y advertimos que el mayor sacrificio está siendo puesto por los sectores más debilitados de la sociedad.

                   Pero, en estos casi cinco meses de gobierno, estamos advirtiendo que el romanticismo que la teoría liberal nos propone, está siendo cambiado por los duros golpes de una realidad que tuerce la teoría.

                   La “simpatía” con las personas que Adam Smith pregonaba, está siendo reemplazada por la falta de “empatía” (término más moderno pero de similar significado) que muestra el gobierno de Milei, hasta los límites de una agresividad incomprensible para una mentalidad normal.

                   No se respira un ambiente de libertad, como es la consigna, más bien todo lo contrario. Un artista, un político o cualquier persona conocida, es denostada por el sólo hecho de disentir con el presidente.

                   Milei ha formado una pequeña constelación de periodistas “amigos”, quiénes son los únicos que lo pueden entrevistar, obviamente con trato condescendiente. Al resto, incluso a respetables cultores de la profesión, que fueron críticos de la anterior gestión, les brinda un destrato impropio de la investidura presidencial.

                   Pretende alcanzar una Corte Suprema de integración amiga para fin de este año, él mismo lo ha dicho: “las propuestas de Lijo y García Mansilla tienen el objetivo de constituir un tribunal más acorde con las ideas liberales”.

                   Su máxima aspiración para 2025, lo ha remarcado con entusiasmo, es arrasar en las elecciones legislativas, de manera tal de formar un Congreso con mayoría libertaria.

                   Del modo expuesto, a fines del año entrante se encontraría con la suma del poder público y con el fin de la república.

                   Hasta tanto no tenga mayoría propia, del apriete a gobernadores y legisladores hace un culto, teniendo como arma importante el manejo de la caja estatal.

                   No hesita en “dibujar” un superávit financiero, con tal de mostrar algunas victorias pírricas, aún a costa de postergar pagos a proveedores del estado, desfinanciar la educación, y condenar a los jubilados a una existencia miserable.

                   Muestra una inconsecuencia en la doctrina que pregona, se muestra liberal con la fijación de precios, pero proteccionista con las paritarias salariales, no disminuye impuestos, los aumenta.

                   Con algún grado de pragmatismo, que en sí no es criticable salvo desde su fundamentalismo, deja de lado el purismo del mercado para intervenir en el precio de las prepagas.

                   El presidente está blindado, no dialoga, tuitea, da conferencias en ámbitos ideológicos afines y poco más. Sus laderos son los que deben dar la cara por él, muchas veces desautorizados y expuestos a la crítica de sus interlocutores.

                   Le gustan los ministros más “kamikazes” de su gabinete, en este caso los conversos Bullrich y Luis Caputo, a los que también ha blindado para que puedan ser la punta de lanza de sus políticas sin los incordios del diálogo.

                   Poca gente conoce los verdaderos parámetros de la filosofía liberal, que se construyen a partir del diálogo, del respeto irrestricto al orden jurídico y de una evolución hacia una sociedad más grande y un estado más chico. Es todo lo contrario al monólogo, a la república cercenada y a los hachazos de un ajuste impiadoso y poco certero.

                   En el diario “La Nación”, el economista y doctrinario liberal Guy Sorman ha dicho: “La elección de Milei es una casualidad histórica, y aún no está claro si ha sido una suerte o una desgracia”.

                   Por lo pronto, el oficialismo en la Argentina está más cerca del kirchnerismo en su praxis, que de una verdadera filosofía liberal, ha perdido toda suerte del romanticismo que pregonan sus cultores. Lo que significa una mala noticia.

                   Esperemos la reconducción de la nave, no se soportaría un nuevo fracaso.

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