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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

El Estado es necesario

El Estado es absolutamente necesario para establecer un orden jurídico y hacerlo respetar mediante poderes limitados por frenos y contrapesos. También debe brindar bienes públicos para evitar la natural propensión humana por aprovechar sin contribuir, también llamada “free riding”. Esto es, cuando no se puede excluir de su disfrute a quienes se hacen los distraídos y no pagan por utilizarlos.

Para que la población cumpla con sus obligaciones espontáneamente, incluso dar la vida por la Patria, se ha creado una mística acerca del Estado como ser omnisciente, honesto y justo, más cercano a lo divino que a lo humano. Una suerte de una herramienta infalible ante “fallas” del mercado para lograr igualdad en una sociedad injusta, según predica el socialismo. 

El Estado es el mejor arreglo institucional posible para ordenar la vida colectiva, aunque muy peligroso en su funcionamiento real, pues lo conforma gente con más carne que hueso, por políticos con más hambre que seso y por gestores que bien saben de eso.

Todas las mañanas, en cada ciudad argentina llegan a su trabajo miles de personas que se dispersan en múltiples oficinas, que, en apariencia, son todas iguales, con sus jefes, empleados, escritorios, archivos y computadoras. Sin embargo, existe una diferencia entre unas y otras. Las reparticiones públicas manejan fondos de partidas presupuestarias alimentadas por impuestos, tasas y contribuciones que “caen del cielo” y parecen infinitos. Además, se pueden gastar conforme a reglas fáciles de eludir con dictámenes torcidos o con expedientes perdidos.

En las oficinas particulares, los ingresos dependen de la competencia, el mérito y el esfuerzo, de la calidad y el precio, de la buena venta y la mejor posventa. Nadie regala nada y cuando un solo peso se desvía, existe un dueño que pone el grito en el cielo porque sale de su bolsillo.

No hay solución perfecta para diseñar un Estado que genere más valor del que consume, pues sus mecanismos internos siempre estarán afectados por la política, por intereses personales, por la ausencia de dueño y por expertos en mercados regulados. En el Estado también funciona el mercado, como lo enseña el manual kirchnerista.

No es posible crear “hombres nuevos”, por más que se predique o se castigue. Los países serios construyen durante años un capital social para convivir bajo reglas estables y respetadas, con lazos de confianza recíproca, que son los mejores sustitutos del “hombre nuevo” en este valle de lágrimas. Cuando la honradez y la educación son los pilares sociales, el Estado puede asumir funciones más alejadas de sus prestaciones esenciales y las pérdidas de riqueza por “disipación” serán menores que los groseros quebrantos que sufren los populismos “nac&pop”.

La experiencia kirchnerista hace innecesario recurrir a ejemplos abstractos de depredación burda e indisimulada: bolsos, fajos y conventos; cuadernos, arrepentidos y compungidos; cajas, cofres y baúles; Puerto Madero, Calafate y Seychelles; sobreprecios, tragamonedas y retornos; secretarios, asesores y choferes; subsidios, intermediarios y operadores. Y ahora, la sentencia en el caso YPF, que condena al Estado Nacional a abonar 16,000 millones de dólares a un oscuro fondo buitre, detrás del cual la jueza federal de Nueva York encontró a la familia Eskenazi. Todo ello gracias a las gestiones del exprocurador Carlos Zannini, de Axel Kicillof y, por supuesto, de Néstor Kirchner, cuya sombra aún se proyecta sobre ese gigantesco fraude a las arcas públicas, epítome de inclusión progresista vía Crédit Suisse.

Un Estado desquiciado, que agobia a la sociedad con inflación, deuda e impuestos está solo “presente” como ironía macabra cuando los salarios no alcanzan, la inseguridad se expande, las escuelas están maltrechas y los hospitales no dan turnos. Ahí se lo recuerda con interjecciones impropias para esta columna editorial. En el sector privado, su “presencia” implica cepo cambiario, falta de insumos y repuestos, presión fiscal y controles de precios, que también motivan groseros improperios.

La mentirosa exaltación de lo público en los últimos 20 años tuvo por objeto lograr votos ingenuos o resentidos, a pesar de ser una oferta vacía, con inauguraciones ficticias y palabras huecas transmitidas en cadena, mientras lo público se hacía privado mediante esquemas de corrupción. 

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